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viernes, 18 de octubre de 2013


 

 

 

        Recuerdos de     Tavira


 Durante muchos años no volví por Tavira.  No quedó en el olvido porque si volví y con cierta frecuencia a Portugal, pero no a Tavira. He estado en Altura, antes de Tavira y a Faro, después de Tavira, también en Montegordo, Praya Verde, Ollao, Gacela Nova Pero no volví a Tavira. Y Tavira me trae muchos, bastantes, recuerdos y afectos de infancia. Hoy, ahora, procuro ir todos los años una o dos veces.
 Tendría que empezar por el principio. En Tavira he tenido  raíces, fuertes raíces familiares y   afectivas, muy afectivas, tanto que es raro el día que no tenga algún recuerdo de ellos. Me quedo para siempre una extraña sensación de serenidad de sus calles, el saludo mañanero de sus gentes dándote el "bon día", el sonido del paso marcial de unos   soldados con uniforme gris que al poco veía desfilar cruzando la calle en Tavira vivía mi abuela María, María Igualdina,  la madre de mi madre.
Todos los años íbamos a Portugal a ver a la abuela María. Una o dos veces, cuando no estaba de moda hacerlo, y aprovechando que una de ellas coincidiera con la  Feria de Vilareal do Santo Antonio,  localidad fronteriza con Ayamonte. El viaje a Portugal, a Tavira, era para nosotros siempre una fiesta, sobretodo porque íbamos a ver a la abuela María. No se viajaba mucho por entonces, y por eso cuando llegaba el día siempre suponía  una gran novedad y hasta presumíamos de ello.
.- Mañana vamos a Portugal, a ver a mi abuela María.
Para ir utilizábamos el tren al que nos montábamos en la estación de Isla Cristina, que era donde vivíamos entonces. Se encontraba no muy alejada del pueblo, casi a las puertas del Pozo del Camino, entonces una pequeña aldea. Para llegar a la estación había un servicio de autobuses, bueno uno, al que el pueblo lo llamaba la "cachonda", por lo que se movía mientras se desplazaba, y que era la que se encargaba de llevar y traer a los pasajeros. Era de color verde y no contaba con demasiadas plazas. El trayecto hasta la estación se hacía por una carretera, perfectamente recta, y que daba la impresión de que atravesaba una enorme salina; podían verse la sal acumulada y las parcelas con el agua estancada, con poca altura y que unos operarios removía con unas palas de madera acumulando la sal una vez evaporada el agua. Una de esas salinas era de la familia del que sería después amigo de pandilla, cuando ya deje de ser un niño.  En la estación nos subíamos a un tren compuesto por una máquina de vapor, no muy grande, pero que vomitaba vapor por todos lados, y no muchos vagones, todos de madera incluido sus asientos que eran corridos con un respaldo común asimismo de madera. El tren se movía lo suyo y asomarse a una ventanilla o sacar la cabeza por ella,   suponía llenarte los ojos del carboncillo que soltaba el vapor de la máquina. Podría recordar a esos trenes del Oeste americano que, pasado el tiempo, hemos visto tantas veces  en películas. De uno de esos viajes tengo un recuerdo de algo que me dijo mi madre y que, en cierto modo, se me quedo grabado para siempre. Mirando el paisaje, me dijo:
 .- Fijate que cantidad de verdes, van desde el amarillo hasta el marrón.
Ayamonte no está muy distante de Isla Cristina, pero recorrer su distancia en los trenes de la época suponía siempre una aventura. Una vez llegados a su estación y andando nos íbamos directamente al edificio de la Aduana, por donde teníamos que pasar necesariamente antes de embarcar en cualquiera de las embarcaciones de pasajeros que hacían el recorrido, de ida y vuelta, atravesando el Guadiana, hasta la Aduana de Portugal en Vilareal do Santo Antonio. Estos barcos no solo llevaban pasajeros sino que disponían de un buen espacio en la zona próxima a la proa, para el transporte de vehículos y que tanta preocupación me causaba, pensando si no se irían al agua, en alguno de los movimientos que las aguas del rio provocaban en el barco. De aquellas travesías recuerdo que nos acompañaban unas mujeres, bastantes, muy singulares, al menos me lo parecían a m,i con una largas faldas que casi le llegaban a los pies y muy amplias, mujeres normales que volvían orondas a la vuelta de Portugal; eran las que, en esas faldas, pasaban  café todos los días a España, Ayamonte. Supongo que ya serian conocidas y que la vista gorda les permitía sacarse un jornal con el contrabando, aunque de vez en cuando, y para justificarse, los aduaneros hicieran un reconocimiento mas a fondo.
Conforme nos íbamos acercando al país vecino me llamaba la atención las diferencias que existían en general en dos poblaciones tan solo separadas por un gran rio. La primera diferencia la apreciaba en los barcos de pesca, en su diseño, a simple vista con colores mas alegres y con la proa y la popa mas levantadas, formando en algunos una curva pronunciada, la segunda en las edificaciones que poco a poco, conforme nos íbamos acercando se iban identificando, y una vez desembarcados, el idioma, que tan extraño me resultaba. Bueno y la zona de la Aduana, la Alfandega, en nada semejante a la española,  acotada totalmente, sin posibilidad alguna de salir sin haber pasado el control, mucho mas rigurosa y seria a la hora de comprobar a los que entrábamos en el país.
 Pasado los controles aduaneros, y señalados los bultos que llevábamos, con una tiza blanca, casi inmediatamente, nos montábamos en un tren de vagones plateados y que a mi me parecía de otro mundo, teniendo en cuenta el que nos había traído hasta Ayamonte. Este contaba con asientos forrados, personales, muy cómodos y, algo que me llamaba entonces mucho la atención, con pequeñas mesas abatibles con lámparas y que podía comprobar eran usadas por estudiantes que seguramente acudían a clase.
Mi familia portuguesa era gente de campo. Recuerdo como unos parientes me recogían en casa de mi abuela y me llevaban en la carriña tirada por una buena mula, al campo, a su campo y como les acompañaba en la recogida de los frutos de las higueras, de las largas filas de higueras. Claro que nadie observaba como mientras ellos iban recogiendo el fruto, el niño pariente iba comiéndolo hasta tal punto que cuando se llegó al termino de una de las filas hubo que salir deprisa por la premura de un vientre descompuesto por la ingesta de un montón de higos bien calentitos de su exposición al sol: en verdad que fue un mal rato y lo recuerdo. Como recuerdo los montones de hojas secas de maíz que servían de lecho y en el que nos echaban al menor síntoma de cansancio y sueño y del que salíamos picándonos todo el cuerpo. Esas hojas se utilizaban entonces, por aquellas zonas, como relleno de los colchones. Y las algarrobas, y las almendras y los higos secos en los que se introducían almendras... que nos daban como regalo para llevarnos.
Solo hablaba portugués y un portugués muy cerrado, sin embargo yo me entendía con ella. La recuerdo toda vestida de negro y con velo, que se quitaba cuando estaba en casa, y con su cara llena de arrugas muy profundas. No se me podía antojar nada, rápidamente salía, conmigo, a comprármelo. De ella conservo un reloj que me compro aun siendo un niño de pocos años. Me quería mucho y yo a ella. La despedida, la vuelta a casa, siempre me costaba un sofocón. De ella tengo algunas anécdotas, una de ellas tuvo lugar en la casa de un pariente de mi madre, fotógrafo en Vila Real do Santo Antonio, que habíamos ido a saludarlo. En un momento dado me di cuenta de que mi abuela no estaba, así que me puse a buscarla. Recuerdo un pasillo con una puerta al fondo, dudaba pero no dejaba de ser una tentación para un niño curioso y además que buscaba a su abuela, así que la abrí y allí estaba, sentada con una bolsa de cuero en el dedo meñique de una mano y con las dos liando un cigarrillo. Entonces me entere de que mi abuela fumaba. No me hizo comentario alguno ni yo se lo conté a nadie.
Este verano he vuelto a Tavira. He querido recorrer y pasear por aquellos sitios que recordaba de mi niñez, Y los sonidos y los olores, no el silencio, que entonces si sentía. Me he asomado a ver los peces de colores que, en el agua, rodeaban, rodean, el templete de la música en el paseo que daba a la plaza de  abastos, hoy con otros usos, y que entonces me quedaba  mirándolos fascinado. Pero son muchos años los que han pasado y muchas cosas han cambiado, pero no sus callejuelas, inclusos algunos de sus establecimientos, de sus tiendas, sus tiendas, que continúan conservando ese olor a añejo que da el tiempo.
Siempre que pueda volveré a Tavira.