Todos los años íbamos a Portugal a ver a la abuela María. Una o dos veces, cuando no estaba de moda hacerlo, y
aprovechando que una de ellas coincidiera con la Feria de Vilareal do Santo Antonio, localidad fronteriza con Ayamonte. El viaje a
Portugal, a Tavira, era para nosotros siempre una fiesta, sobretodo porque íbamos a ver a la abuela María.
No se viajaba mucho por entonces, y por eso cuando llegaba el día siempre suponía una gran novedad y hasta presumíamos de ello.
.- Mañana vamos a Portugal, a ver a
mi abuela María.
Para ir utilizábamos el tren al que nos montábamos en la estación de Isla Cristina, que era
donde vivíamos entonces. Se encontraba
no muy alejada del pueblo, casi a las puertas del Pozo del Camino, entonces una
pequeña aldea. Para llegar a la
estación había un servicio de autobuses, bueno uno, al que el pueblo lo
llamaba la "cachonda", por lo que se movía mientras se desplazaba, y que era la que se encargaba de
llevar y traer a los pasajeros. Era de color verde y no contaba con demasiadas
plazas. El trayecto hasta la estación se hacía por una carretera, perfectamente recta, y que daba la
impresión de que atravesaba una enorme
salina; podían verse la sal acumulada y
las parcelas con el agua estancada, con poca altura y que unos operarios removía con unas palas de madera acumulando la sal una vez
evaporada el agua. Una de esas salinas era de la familia del que sería después amigo de pandilla, cuando ya
deje de ser un niño. En la estación
nos subíamos a un tren compuesto por
una máquina de vapor, no muy grande,
pero que vomitaba vapor por todos lados, y no muchos vagones, todos de madera
incluido sus asientos que eran corridos con un respaldo común asimismo de madera. El tren se movía lo suyo y asomarse a una ventanilla o sacar la cabeza por
ella, suponía llenarte los ojos del carboncillo que soltaba el vapor de
la máquina. Podría recordar a esos trenes del Oeste americano que, pasado el
tiempo, hemos visto tantas veces en películas. De uno de esos viajes tengo un recuerdo de algo que
me dijo mi madre y que, en cierto modo, se me quedo grabado para siempre.
Mirando el paisaje, me dijo:
Ayamonte no está muy distante de Isla
Cristina, pero recorrer su distancia en los trenes de la época suponía siempre una aventura. Una
vez llegados a su estación y andando nos íbamos directamente al edificio de la Aduana, por donde teníamos que pasar necesariamente antes de embarcar en
cualquiera de las embarcaciones de pasajeros que hacían el recorrido, de ida y vuelta, atravesando el Guadiana,
hasta la Aduana de Portugal en Vilareal do Santo Antonio. Estos barcos no solo
llevaban pasajeros sino que disponían de un buen espacio en la
zona próxima a la proa, para el
transporte de vehículos y que tanta preocupación me causaba, pensando si no se irían al agua, en alguno de los movimientos que las aguas del
rio provocaban en el barco. De aquellas travesías
recuerdo que nos acompañaban unas mujeres, bastantes,
muy singulares, al menos me lo parecían a m,i con una largas faldas
que casi le llegaban a los pies y muy amplias, mujeres normales que volvían orondas a la vuelta de Portugal; eran las que, en esas
faldas, pasaban café todos los días a España, Ayamonte. Supongo que ya serian conocidas y que la “vista gorda” les permitía sacarse un jornal con el contrabando, aunque de vez en
cuando, y para justificarse, los aduaneros hicieran un reconocimiento mas a
fondo.
Conforme nos íbamos acercando al país vecino me llamaba la atención
las diferencias que existían en general en dos
poblaciones tan solo separadas por un gran rio. La primera diferencia la
apreciaba en los barcos de pesca, en su diseño,
a simple vista con colores mas alegres y con la proa y la popa mas levantadas,
formando en algunos una curva pronunciada, la segunda en las edificaciones que
poco a poco, conforme nos íbamos acercando se iban
identificando, y una vez desembarcados, el idioma, que tan extraño me resultaba. Bueno y la zona de la Aduana, la Alfandega,
en nada semejante a la española, acotada totalmente, sin posibilidad alguna de
salir sin haber pasado el control, mucho mas rigurosa y seria a la hora de
comprobar a los que entrábamos en el país.
Mi familia portuguesa era gente de campo. Recuerdo como
unos parientes me recogían en casa de mi abuela y me
llevaban en la carriña tirada por una buena mula,
al campo, a su campo y como les acompañaba en la recogida de los
frutos de las higueras, de las largas filas de higueras. Claro que nadie
observaba como mientras ellos iban recogiendo el fruto, el niño pariente iba comiéndolo hasta tal punto que
cuando se llegó al termino de una de las
filas hubo que salir deprisa por la premura de un vientre descompuesto por la
ingesta de un montón de higos bien calentitos de
su exposición al sol: en verdad que fue un
mal rato y lo recuerdo. Como recuerdo los montones de hojas secas de maíz que servían de lecho y en el que nos
echaban al menor síntoma de cansancio y sueño y del que salíamos picándonos todo el cuerpo. Esas hojas se utilizaban entonces,
por aquellas zonas, como relleno de los colchones. Y las algarrobas, y las
almendras y los higos secos en los que se introducían almendras... que nos daban como regalo para llevarnos.
Solo hablaba portugués y un portugués muy cerrado, sin embargo yo me entendía con ella. La recuerdo toda vestida de negro y con velo,
que se quitaba cuando estaba en casa, y con su cara llena de arrugas muy
profundas. No se me podía antojar nada, rápidamente salía, conmigo, a comprármelo. De ella conservo un reloj que me compro aun siendo
un niño de pocos años. Me quería mucho y yo a ella. La
despedida, la vuelta a casa, siempre me costaba un sofocón. De ella tengo algunas anécdotas,
una de ellas tuvo lugar en la casa de un pariente de mi madre, fotógrafo en Vila Real do Santo Antonio, que habíamos ido a saludarlo. En un momento dado me di cuenta de
que mi abuela no estaba, así que me puse a buscarla.
Recuerdo un pasillo con una puerta al fondo, dudaba pero no dejaba de ser una tentación para un niño curioso y además que buscaba a su abuela, así
que la abrí y allí estaba, sentada con una bolsa de cuero en el dedo meñique de una mano y con las dos liando un cigarrillo.
Entonces me entere de que mi abuela fumaba. No me hizo comentario alguno ni yo
se lo conté a nadie.
Este verano he vuelto a Tavira. He querido recorrer y
pasear por aquellos sitios que recordaba de mi niñez,
Y los sonidos y los olores, no el silencio, que entonces si sentía. Me he asomado a ver los peces de colores que, en el
agua, rodeaban, rodean, el templete de la música
en el paseo que daba a la plaza de
abastos, hoy con otros usos, y que entonces me quedaba mirándolos fascinado. Pero son
muchos años los que han pasado y muchas
cosas han cambiado, pero no sus callejuelas, inclusos algunos de sus
establecimientos, de sus tiendas, sus tiendas, que continúan conservando ese olor a añejo
que da el tiempo.
Siempre que pueda volveré
a Tavira.
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