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lunes, 8 de julio de 2013


                                     Y de nuevo llego el verano





Llegan los días del verano, y no puedo evitar recuerdos del niño de pueblo que fui. En verdad todo ha cambiado, pero creo debe ser así en todos los cambios generacionales, aunque quizás la nuestra, nuestra generación, haya sufrido mas cambios de lo que se pueda considerar normal;  desde las costumbres, las creencias, las ideas hasta las tecnologías... o viceversa.  Aunque pueda parecer que en esto de las tecnologías  lo hemos vivido todo, su nacimiento, su evolución, su incorporación a todos los ordenes de la vida y es verdad, en el campo de las costumbres y las creencias... si que ha cambiado la cosa. El Nacional-Catolicismo en el que vivíamos coartaron nuestra libertad y... no se veía bien a quien le diera por pensar. Las ideas políticas de entonces como las ideas religiosas llenaban todo el espacio. Lo peor el sentimiento de culpa que se nos inculcaba por la Iglesia, por los representantes de la Iglesia. La palabra pecado la teníamos hasta en la sopa. Los besos de entonces, en una pareja, chico y chica, eran robados, escondidos... y hoy no solo los besos sino mucho mas se hacen a plena luz del día y no se si hemos salido ganando en ello, ni quien. Andar por el centro, como en todo, sigue siendo una tarea imposible. Pero estaba hablando de la llegada del verano y de mis recuerdos de esa estación, de mis recuerdos de niño de pueblo en tiempos del verano.

 En verdad el verano empezaba para nosotros, los niños, jóvenes del pueblo, mucho antes. A escondida de nuestros padres, más bien de nuestras madres, nos íbamos en grupo, con el bañador puesto,  hacia una especie de cala de unas arenas suaves, finas, casi blancas que servía de refugio a las barcazas que se utilizaban en la pesca del atún, a la espera de la nueva temporada de pesca. Para llegar teníamos que recorrer un buen trecho que hacíamos sobre un muro rematado por unas baldosas de chinos, de unos 60 cm. de anchura que desde uno de sus márgenes podíamos ver y escuchar las aguas de la ría que prácticamente se marchaban al Atlántico, por el otro un inmenso arenal que cubría entonces toda esa zona, y que prácticamente se unía al pueblo, en el que solo destacaban las paredes blancas encaladas del campo de fútbol y una edificación de no muy buena reputación entonces, y unas edificaciones especiales donde se trataban las redes de pesca introduciéndolas en unos depósitos de alquitrán para tratarlas y protegerlas del agua de mar. Por sus bordes, a los que se llegaba por una escalera de material adosada a la edificación, solíamos jugar en la mayor de las ignorancias; no sé qué hubiera sido de habernos caído al depósito de alquitrán, por lo menos yo no estaría escribiendo estos recuerdos. Aún conservo en la memoria la cantidad de " gañafotes" así llamábamos a los saltamontes, que solíamos coger, de todos los tamaños y de todas las especies y que se daban, habitaban, en esas arenas. Había uno, de mayor tamaño, de color verde suave, deseado por todos, muy estilizado, con sus alas pegadas al cuerpo y con unas patas traseras enormes, y que precisamente por ellas podíamos cogerlos. La "caza" requería ciertas habilidades. Una vez detectados, era cuestión de tumbarse en la arena y poco a poco ir acercándonos hasta cogerlos. No siempre se tenía éxito por supuesto, pero si que siempre nos disputábamos  el honor de coger el más grande. Otros, en cambio, eran pequeños, regordetes, de un color más claro y con unas patas traseras podríamos decir que normales. Era  un deleite los atardeceres en esas arenas donde las huellas dejadas al andar resaltaban con las luces del sol poniente.

 La llegada a la pequeña playa iba acompañada de saltos, gritos, y... soltada de pantalones y bañadores; nos quedábamos como nos habían traído al mundo. Algo así como pequeños Robinsones sin taparrabos. La pequeña playa, tenía una pendiente muy considerable y al segundo paso a partir de su orilla ya no se daba pie, había que saber nadar; lo bueno era que no había corrientes por lo que se podía decir que nos bañábamos en una piscina enorme, de agua salada y con una profundidad considerable. Estas características eran las que la hacían idónea para dejar las barcazas y demás enseres de la pesca del atún hasta su nueva temporada de pesca. Allí estábamos entrando y saliendo una y otra vez del agua hasta que cansados nos sentábamos en la arena caliente y sedosa. Nos secábamos al sol y una vez soltada toda la arena nos vestíamos e iniciábamos el regreso a casa.

Por supuesto  nadie contaba donde había estado.

Pero no solo eran estas andanzas como transcurrían los días del verano, que como decía, para nosotros empezaban antes, pero no así para la familia.

 La Punta del Moral, entonces, estaba constituida por una calle, pequeña, solada con losetas de acerado, flanqueada por dos filas de palmeras y por una serie de casas adosadas a cada lado. Era la playa adonde, en familia, solíamos ir cada verano, o por lo menos algunos, porque solo la recuerdo de ir con mi hermano Carlos. Las de la izquierda lo que podríamos definir como casas, conforme se miraba a la playa, al mar, casi todas ellas, no eran muchas desde luego, eran usadas por lo que se decía entonces " las fuerzas vivas del pueblo"; el teniente de la Guardia Civil, el Comandante de Marina, de este no estoy muy seguro, el Director del Puerto, y alguno más. En realidad se trataba de una sola dependencia, de techos tremendamente altos, o, al menos así me lo parecía a mí, y que cada verano, cuando la abríamos, nos encontrábamos con una montaña de arena que durante los temporales de invierno había entrado por la única ventana que daba luz a la estancia y que no tenía protección alguna. En realidad la única utilidad que tenía era la dejar los útiles que usábamos en la playa. Recuerdo como mi madre, tan amante del color, me ponía un bañador ajustado de color verde, yo entonces era un niño rubio, mientras a mi hermano, muy moreno, le ponía el bañador de color azul.

Los inviernos, que los recuerdo crudos, fríos, húmedos, ventosos, tengo grabada la imagen del esfuerzo que tenía que hacer para doblar una esquina, no permitía mucho escarceo, teniendo en cuenta que, además, la asistencia a los deberes escolares, escuela pública primero y academia de Don Gonzalo, más tarde, no dejaban mucho tiempo libre. Por eso los días de vacaciones, veraniegos y largos, eran muy bien aprovechados y, solo aparecíamos por casa a la hora de las comidas, incluida la merienda que, por cierto, era la que se nos daba; entonces no teníamos opción de elegir, y no recuerdo que nos preocupáramos por ello.

Entre las ocupaciones de los días del verano mantengo muy viva la imagen de cuando decidíamos ir a pescar albures, los albures son pescados parecidos a la lisa de estero muy apreciados por la zona próxima a la desembocadura del Guadalquivir, donde suelen darse en abundancia. No era muy apreciado entonces y, aunque parecido a la lubina, nada tenía que ver con la calidad de esta última. O, cuando, con la marea baja, y hundido hasta lo rodilla en el fango, decidíamos ir a coger bocas; la boca es un manjar exquisito, una vez cocido adecuadamente, que obteníamos, se obtiene aun en la actualidad, de una de las bocas de un cangrejo de morfología muy suya que, al menos nosotros, denominábamos "barrilete", quizás precisamente por esa morfología. Había que tener cierta habilidad a la hora de arrancarla del cangrejo ya que un mordisco suyo, a pesar de su tamaño, era muy de tener en cuenta.

Y el cine de verano, como no. Su entrada estaba justo detrás de mi casa a la que se podía acceder saliendo por la puerta falsa, como se le llamaba, pero no acudí ni una sola vez. Desde la azotea de mi casa podíamos disfrutar de las películas que "echaban"; las veíamos perfectamente y las oíamos en función de la dirección del viento. Como era natural no faltaba nunca quienes se apuntaban a la sesión. Se pasaban unos momentos muy agradables y con una temperatura que, a veces, había quien bajaba a casa, a buscar algún refuerzo de abrigo. Y algún que otro listillo que, aprovechando la atención y la noche intentaba deslizar una mano sobre alguna zona femenina a su alcance. Pero no llego, los tiempos eran otros y el tortazo como respuesta estaba casi siempre asegurado, al menos claro que hubiera cierta aceptación mutua, con lo cual, si lo hacía con discreción  con eso que se encontraba.

Y los puestos de chuches, que entonces no se llamaban así y que además eran en gran parte artesanales, aparte las pipas, los " chochos" y alguna cosa más. Las demás las preparaba el mismo que las vendía, la industria de las chucherías no se había desarrollado aun. Así estaban las manzanas cubiertas de caramelo sujetas por un palito, antecedente claro del actual chupa-chups, los paquetillos de algarroba molida, que te dejaba la boca tan seca que tenía que acudir a una de las fuentes de agua a toda pastilla...

Y el paseo, siempre condicionado a los horarios familiares que, a veces, olvidándonos, al recordarlos, teníamos que salir corriendo como Cenicientos, so pena de un castigo que variaba en función del humor de tu padre esa noche. A mí por ejemplo me costó que me encontrara la puerta cerrada y la mano de mi madre por la reja de una de las ventanas dándome dinero para poder quedarme en la Fonda de Doña Rosario, a tres o cuatro casas de la mía, en la misma calle. Eran otros tiempos.

Ni que contar el cansancio con que llegábamos a casa y como después del aseo y de la cena, aún no había tele, al menos generalizada, que tampoco echábamos de menos, es curioso, caíamos en la cama prácticamente dormidos, dispuestos, como no, a una nueva jornada.

Con la perspectiva de los años echo de menos la sencillez de vida, la naturalidad de entonces, el contacto con la naturaleza, que vivíamos intensamente, cogiendo renacuajos, gañafotes, bocas..., pescando albures con unas herramientas confeccionada por nosotros: una caña a la que se ataba un cordel y al que se le añadía un anzuelo, y ya estaba, ni pensar en una mínima caña de pescar de las de hoy pero que tampoco echábamos en falta porque ni nos lo imaginábamos, el valor de la amistad que poníamos por encima de todo, la imaginación que teníamos siempre  como compañera inseparable, y que poníamos en  todo, como en las azules casas entre pinares de playa que creíamos encantadas, las escapadas a rincones del pueblo que creíamos mágicos,  el riachuelo que pasaba por debajo de un viejo y destartalado puente de madera y donde acudíamos a coger cangrejos de roca y camarones o a sitios especiales como las tapias del cementerio... Y todo ello sin plays, ipod, series infantiles, teléfonos móviles, internet, redes sociales,  ni Adidas, ni juegos sofisticados... Solo Imaginación y vida de verdad.

De nuevo llegaron los días del verano pero... son otros tiempos.

 

 

 

 








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