Divagaciones en una tarde de otoño.
Estaba viendo una película, ya tarde, sin mayor interés, y en su desarrollo, casi sin querer, me he ido quedando con sus silencios, con las
miradas, con los gestos... fuera parte su contenido que parece interesante, y
también sus diálogos y su tejido, o su trama, como dicen. Está hecha con mucha delicadeza, en sus tomas, en su colorido,
en su música .. en su hermosa fotografía... me suena a música de Mahler, a sus tiempos
lentos. Mensaje en una botella, se
titula. Da gusto encontrarse con películas así, en un canal de televisión
de segunda, de esos que parecen estar escondidos, de esos que están fuera de los que suelo denominar tradicionales, fuera del
ruido y de la violencia. Aunque trágica, y romántica, -ya ha terminado-, te invita al recogimiento, a
volver a ti aunque sea por un momento, aunque quizás haya contribuido a ello a que me encuentro en la hora del
silencio, compartido conmigo mismo, mi hora favorita, mi hora esperada después de pasar el día, la hora de los suspiros, de
las reflexiones, de la meditación, de la serenidad.
Estamos en otoño, mi estación preferida, la estación del año que más me gusta gozarla en la
ciudad donde vivo, y cada año más. Mi ciudad, Sevilla, en otoño es un lujo, como es un lujo sus atardeceres apastelados,
como es un lujo pasearla junto a su río sin prisas, como me parecen
a mí son las tardes de otoño, con tu silencio o con tu silencio compartido, con el sol
casi apagado reflejado ya en sus aguas,
como un sin quererse ir, con las luces de la ciudad ya encendidas, que aumentan
esa sensación de quietud y misterio,
dejando paso a las primeras horas de la noche. Me gusta el otoño; quizás sea porque es esa la estación en que se encuentra mi vida; me gusta más denominar así a mi tiempo actual que eso de
la edades, segunda, tercera o cuarta, no se, porque con esto de alargarse tanto
la vida, ya hemos perdido la cuenta cuando termina una y empieza la otra,
Porque, eso si, la última siempre lo será. Creo que es la mejor estación
del hombre y de la mujer. Si hemos conseguido llegar a conocernos un poco, cada
uno, si hemos conseguido alcanzar una respetable altura en el edificio de la
vida... el otoño es la mejor estación.
"Algo de sabiduría". Se lo decía a un amigo de años de tertulia, mayor en edad
y conocimiento, una vez terminada la tertulia del miercoles, que momentos
antes, en el calor de los comentarios de la discusión razonada y serena, me había
dicho que era un racional total.
.- ¿Pero tu crees en Dios? ¿Crees en que hay algo, vida, después de la muerte?. Me solto de pronto casi en la hora de la
despedida.
.- No lo se, le dije. Pienso que sería un gran soberbio si pensara que sí. Ya ni me lo planteo. Es la duda lo que me llena casi
todo.
Poco tiempo atrás se le había muerto un hijo. Con mucho dolor, me dijo que iba a ser el
padrino de su nieta en su boda. A su padre, su hijo, no se le había concedido poder llegar a ese momento que con tanta ilusión esperaba. Hoy a través de ese correo nuevo tan
inmediato, como se quiere tener todo hoy, me ha llegado la foto de mi amigo
contertulio llevando del brazo a su nieta al altar... en lugar de su hijo, en
lugar de su padre, y aun así sonreía feliz.
.- Lo único que se decirte, le dije,
es que, para mi alguien realmente muere, cuando no hay nadie que le recuerde.
Momentos antes, en el tiempo de tertulia, habíamos hablado y discutido, nada más y nada menos, que de la existencia de Dios, y por
derivación, de la enorme intervención humana tanto en religiones como en creencias. De lo que
era mal para la Iglesia hace algunos años y que hoy no lo es, del
Dios plastilina manejado, deformado y conformado a intereses no conocidos, de la diferencia entre ciencia y teología, ciencia y religión, en la que mientras la
ciencia no afirma nada hasta que no puede demostrarlo, en las religiones, en la
teología, sus afirmaciones no pueden ser demostradas. De ello estuvimos
hablando y todo porque uno de los contertulios
nos leyó un comentario sobre un libro
titulado La teoría
de Dios,
escrito precisamente por un hombre de ciencia. por un reconocido físico. Y se lo decía, lo de "algo de sabiduría" , porque pienso que es a lo mínimo a que puede aspirar un ser humano en esto de andar por
este mundo y porque creo que es, o debe ser, en el otoño de la vida, una consecuencia, y precisamente por haber
pasado a esa estación de la vida. Uno, al menos,
empieza a saber que es lo que no quiere, aunque continúe sin saber exactamente que es lo que quiere; la duda sigue
siendo una compañera fiel y necesaria. Pero
muchas ramas de ese árbol gigantesco, que hemos ido
cuidando con tanto esmero, hace ya tiempo que hemos empezado a podarlas, hace
tiempo que hemos empezado a aligerarnos de equipaje, como dijo el poeta. Uno,
desde la altura que te da el otoño, empieza a ver todo de otra
manera.
Es, o debe ser, el otoño, tiempo de complicidades, de sueños deseados, es el tiempo del gozo, el tiempo de los paseos compartidos, del
disfrute de la amistad, es el comienzo de la llegada del conocimiento, de la
serenidad. Es el tiempo de saber ver, es el tiempo de que mientras unas
pasiones se van otras llegan llenas de vida, de la ternura, de apreciar el sabor de las pequeñas cosas, de los pequeños detalles. Es el momento de
los tiempos lentos, de apreciarlos... en las charlas con amigos, en la lectura
de un buen libro... de haber dejado atrás convencionalismos, sociales,
políticos, religiosos... en estar
libre, en pensar libre, en querer libre. Es en esta etapa de la vida en la que
mejor se puede apreciar el tiempo, de saborearlo sin premura, sin prisas... es
el tiempo de tu tiempo, cuando hemos dejado atrás
tanto de él dedicado, gastado, ocupado
en obligaciones, ambiciones, discusiones, y lo puedes ahora manejar, usar,
ocupar serenamente. Es, o debe ser, la hora de la cosecha, de los
amores serenos; es hermoso ver pasear a "parejas otoñales", cogidos de la mano, aun, disfrutando de los
atardeceres del otoño, con la complicidad de saber
que ya se han dicho todo, pero también de que siguen sintiendo
todo.
Los paseos en tardes de otoño
nos traen a veces los de acordes de una guitarra sonando junto a los viejos
muros del Alcázar, a las puertas mismas del Barrio de Santa Cruz. Los vas
escuchando como formando parte de la tarde de otoño
y como si hubieran estado allí siempre; sonidos, lamentos
que llegan al alma y que te acompañan agradablemente mientras
alargas el paseo bajo un cielo despejado y una temperatura agradable. Contrasta
la quietud, el gozo del momento, con el alboroto inesperado; es la zona de
los turistas, mirándolo todo con ojos nuevos, con asombros nuevos, con el
deseo, el afán inquieto de querérselo llevar todo, además de en sus retinas, en sus cámaras
fotográficas. No se si se lo llevaran
todo, ni en que formato, pero de lo que estoy convencido es de que no podrán llevarse el embrujo, el misterio, el aire, los sonidos de
una tarde-noche de otoño en la ciudad que tanto me
gusta.
Y hay que saber llegar al otoño
y no esperar a que, de pronto, te des de cara con él. Hay que, en cierto modo, haberse preparado para esta
estación hermosa y que no te coja con
las alforjas a medio llenar, o en el peor de los casos, vacías. Hay que saber llegar al otoño y saber que estas, saber que de nuevo empieza todo pero
con nuevos ojos, con nuevas miradas, con más silencios, con menos
pasiones pero con más deseos, con otra medida del
tiempo, porque de pronto te das cuenta de que el tiempo, al fin, puede ser tuyo
y te has ganado el derecho, el privilegio de utilizarlo como mejor te plazca.
Es el tiempo de la cosecha y de los amores serenos.
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