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domingo, 22 de septiembre de 2019

LOS RECUERDOS DE CARLOS, TAVIRA Y LA SASTRERIA















Una sastrería. Es verdad!. Lo tenía olvidado. Estaba frente a la casa donde vivía mi abuela Maria en  Tavira (Portugal). Me lo recordó mi hermano Carlos. Me veo con el con cierta frecuencia. Es tremendamente familiar y tiene una memoria formidable para acordarse de nuestras cosas de cuando éramos “chicos”. Es rara la ocasión que no me habla de esa época, bueno me habla de manera especial ya que me comunico con él a través del lenguaje de “señas”, más que de signos, que él y sus hijos conocen perfectamente, lenguaje de comunicación especial que tenemos con él la familia. Carlos perdió la audición muy pequeño y con ella la posibilidad de hablar, y aunque sea una incongruencia “habla” muchísimo. También recordaba otros momentos que yo tenía olvidados. Y es que los que tienen esta minusvlia de algún modo desarrollan una extraordinaria capacidad de observación, 

A veces tengo la sensación de que Tavira está en mí desde siempre; en mí, y en todos nosotros, tanto por lo que se vivía cuando íbamos a ver a mi abuela como por lo que suponía el viaje en aquel entonces; una verdadera fiesta. Desde donde vivíamos, Isla Cristina, íbamos en tren hasta Ayamonte, frontera con Portugal. Antes, tengo que contar, para llegar a la estación, que podríamos decir que estaba cerca del Pozo del Camino, un  núcleo poblacional, en aquel entonces muy pequeño,  muy próximo a Isla Cristina, teníamos que coger un pequeño autobús de color verde, camioneta, que por tanto como se movía, supongo, le llamábamos “la cachonda”. Nos dejaba en la estación y no mucho más tarde ya “escuchábamos” el ruido, el sonido característico de la llegada del  tren, el resoplido de la salida del vapor y su característico pitido   avisando de la llegada a la estación. 

Ya el viaje en aquel tren suponía una odisea maravillosa. Con los vagones con asientos de madera y máquina de vapor, que te impedía asomarte a la ventanilla por el riesgo cierto de que entrara en tus ojos todas las “motas de carboncillo” del mundo, y con el clásico pitido que sonaba de tarde en tarde, iniciábamos la "aventura"de llegar a Ayamonte, población fronteriza con Portugal, separado del país vecino por el río Guadiana. La siguiente etapa era pasar la Aduana, y el siguiente viaje, no menos “aventurero”, para nosotros, claro, era el de “la canoa”; había que atravesar el Guadiana para llegar a Portugal, a Vila Real do Santo Antonio. La canoa era entonces el único medio para ir a Portugal desde esta zona, por ello eran embarcaciones preparadas para personas y vehículos. Era, seguía siendo, una maravillosa aventura.

El Guadiana, en este tramo es ancho, trae mucho caudal y atravesarlo suponía un tiempo que poco a poco nos iba mostrando, con asombro, las diferencias que había ya en las mismas embarcaciones, y ya más cerca en las fachadas de los edificios que veíamos acercarse conforme llegábamos al embarcadero de la aduana portuguesa. El conteo en esta Aduana, se tenia la impresión de que era más serio, más riguroso; recuerdo la cruz con tiza blanca que pintaban en las maletas y demás, indicativa de que todo estaba en orden.

Es significativo observar el tiempo de entonces con el de ahora; siendo el mismo el ritmo era distinto. Lo echo de menos. Sigo teniendo la sensación de que todo era más pausado; la prisa tenía una significativa relatividad. Siento, a veces, la añoranza de ese tiempo de ayer y cuando en algún momento consigo resucitarlo, siento una gran calma.

Que certeza la que afirma que lo vivido en la niñez suele ser lo que más perdura de nuestros recuerdos. Portugal, nuestra visitas anuales a visitar a nuestra querida abuela Maria, ha quedado grabado en los míos fuertemente: paisajes, colores, olores, sonidos...

Cuando por fin llegábamos a la frontera portuguesa, saliendo del edificio de la Aduana a la derecha, cogíamos otro tren que nos llevaría hasta Tavira. Y de nuevo esa memoria selectiva, porque no recuerdo el paisaje de ese trayecto pero si las características del tren; eran vagones plateados, supongo metalizados, y  su interior disponía de asientos cómodos y algo que me llamo la atención entonces; entre asientos existía una especie de mesa que podías elevar a voluntad y que chicos estudiantes que cogían el tren aprovechaban para ir repasando. Que diferencia con el que habíamos venido hasta Ayamonte. Supongo que sería la influencia inglesa que también se observaba en los turismos.

Y ya en Tavira el recuerdo de las “carriñas”” tiradas por mulas, de un diseño “distinto” a los nuestros. Una de ellas me recogió en una ocasión y me llevaron al campo. Eran familiares de mi madre. Era el tiempo de la recogida de los frutos de las higueras. Recuerdo como iban recogiéndolos de una hilera de higueras y yo, que me llevaban en la “ carriña”  pues iba comiendomelos sin que ninguno se percataran de ello y claro cuando se acabó la hilera y iban a empezar con otra pues esas frutas recién cogidas del árbol, bien calentitas, ...pues hizo efecto y...pues trajeron consecuencias. Después, pasado el mal rato, me dejaron en un montón de hojas secas de maíz donde caí rendido y de donde me levante picándome todo el cuerpo. Recuerdos de la niñez preciosos.

Pero de la sastrería no recordaba nada de nada. Y todo volvió cuando lo contó Carlos. Me lo describió como si hubiera sido ayer. Y era verdad. A partir de entonces recordé la casa, justo enfrente de la de mi abuela, al sastre... con unas gafas caídas, miraba por encima de ellas, un chaleco sin mangas y una cinta métrica, supongo que de sastre, sobre su cuello... imágenes que ni remotamente creía tener. Y ya siguieron apareciendo recuerdos como el silencio de las calles, quizás por la ausencia de vehículos, la tienda adonde mi abuela nos llevaba a comprarnos todo lo que se nos antojaba... hasta un reloj; no ya un lujo en aquellos tiempos, sino impensable además en un niño. No fue un antojo mío; me lo regalo...con enfado de mi padre, que aún no se porque. El reloj, ya viejecito, lo sigo conservando como un tesoro.

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